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La era de la paz (Parte I)

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Mensaje por Ser'im Ben Aqua Miér 08 Abr 2009, 11:06

Dicen que, mucho tiempo atrás, la materia se unió, guiada por la energía, y que todo era armonía. Se dice que los dioses existían, y que la paz era el día a día. Nadie sabe, ni conoce, la verdad, ni tan siquiera ella, la voz de los dioses, sabría decir qué fue antes del Primer Día.

Ah, el capricho de la historia, que sucede y no espera, que pasa y no aguarda, y nosotros, que intentamos comprenderla, debemos correr contra ella para conocerla. Quizá algún día sepamos, mas hasta entonces creeremos, porque con toda nuestra tecnología, con todo nuestro poder, aún no somos capaces de doblegar el tiempo, nuestro gran enemigo.

Existían los dioses, seres poderosos, únicos, inigualables. Corrientes puras y salvajes de energía, el poder de la vida, de la muerte, de la creación, y la destrucción. ¿Cómo se llamaban? Nadie lo recuerda, sus nombres son tabú, y están prohibidos. Tan sólo ella sabe, y no dice. Eran dos, tan opuestos y diferentes como lo somos tú y yo, como lo es el fuego y el agua, y como lo es el sol y la luna. Sí, eran opuestos, y cada uno creó la materia, por un lado la creación, la vida, que lloró los mares y los ríos, que lloró los lagos, y vomitó los océanos. Por otro lado, la destrucción, la muerte, que creó la tierra, árida, seca, inquebrantable.
Entonces la creación creó los bosques, la vegetación, y el sol. Y la destrucción creó el fuego, el miedo, y la noche. Condenados a bailar eternamente sin encontrarse nunca. Ambos moldearon y crearon a placer el mundo que estaban preparando, y jamás se enfrentaron, jamás usaron el poder que poseían en contra de sí mismos, puesto que aquello supondría la destrucción de su propia esencia. Y así, en constante oposición, y perfecta unión, los dos otorgaron la vida, y crearon sus razas. Dieron la inteligencia y la creación a los humanos, la sabiduría y la longevidad a los Señores del Desierto, la inmortalidad y el poder a los vampiros, y la belleza y la empatía a los elfos.
Satisfechos con su creación, decidieron unir sus cuerpos en el acto más sagrado jamás concebido, y de ellos nació el Gris, él, ni oscuro ni blanco, no malévolo ni bondadoso. Ni poderoso, ni débil.
Él creó la luna, y de ella nacieron sus hijos, los licántropos, tan diversos y libres. No pudieron, empero, hacer uso de la magia, un capacidad que el Gris no poseía, y que no fue capaz de transmitir a sus Hijos. Creó una segunda raza, una raza bella como pocas, sabia, y tranquila. Poseían la capacidad de comunicarse con las almas ya desaparecidas, y crearon una civilización gloriosa y bella, irradiando su luz sobre las otras razas.

Satisfechos con su creación, los dioses se retiraron, la Creación se sumergió en el océano más profundo, custodiando la vida alrededor de él, fascinado por la belleza del mar. La destrucción se instaló en la cima más alta de los Picos Helados, orgullosa de lo que había hecho. El tercero permaneció en la luna, su gran amada. Las razas desconocían el mal, desconocían el hambre, y fue una época de próspera longevidad para todos. No había guerras, y no existían las armas, ni espadas.
Mas, fue una longevidad efímera, y aconteció algo que ni los mismísimos dioses fueron capaz de predecir, o detener. La madre naturaleza, el orgullo de los dioses, se rebeló contra ellos, y, salvaje, desplegó todo su poder en una única vez.
De la tierra manaron fuentes de fuego líquido, el suelo se partió, el mar se alzó, y de los mismísimos cielos cayó una bola de muerte que se estrelló contra la bella y poderosa ciudad de Wavior. Aquél fue el principio del fin, el símbolo de la muerte que cayó sobre las razas.
Los campos ardieron, inocentes murieron, y los dioses contemplaron atónitos cómo su hija predilecta destruía todo por lo que habían luchado, sembrando el caos entre los presentes. Fue entonces cuando el hambre, la desesperación, y el miedo tentaron a las almas débiles, llenándolas de sed de destrucción, y maldad. Las primeras espadas se forjaron, y las razas comenzaron a contemplarse entre ellas con odio, y rencor. El hambre, ah, el hambre, el gran mal de la humanidad, capaz de romper la más determinada de las almas.

Y las guerras empezaron, verdaderos circos de destrucción, miles de almas asesinadas por una porción de tierra, por placer, o por algún absurdo motivo que no alcanzo a comprender. El suelo ardía, y la gente gritaba y lloraba, suplicando, clamando a lo dioses que los habían abandonado. Fue entonces cuando ellos intervinieron, emergieron de sus escondites, y todo el peso de su ira cayó sobre la segunda raza del Gris, destruyendo todos los miembros de la raza, excepto uno. La ciudad ardió durante toda la noche, y al día siguiente no era más que un vacío, lleno de ceniza. Y en medio de toda aquella desolación, una niña pequeña lloraba, llamando a su madre, que jamás regresaría. Las lágrimas de desesperación de la niña demostraron a los dioses su error, la gran equivocación que los sumiría en la desesperación más absoluta. Habían destruido a toda una raza, sin importarles la inocencia de sus almas, con la estúpida intención de hacerles ver a las demás que debían abandonar la lucha armada.
Mas el precio era demasiado alto, y los dioses se retiraron, llevándose con ellos al a niña, y en un último acto conjunto, crearon la isla, el santuario, la morada del oráculo. Allí se crió la niña, sola, al abrigo de la tranquilidad de su hogar, la única que aún recuerda los nombres de los dioses. Sí, la niña es ella, es el oráculo, es el símbolo viviente de su error. Los dioses abandonaron este mundo, pero siempre dejaron la puerta abierta para que ella los llamase, con la vana esperanza de compensar el error que cometieron en el pasado. Le concedieron la inmortalidad, la belleza, la sabiduría, pero fueron incapaces de llenar el vacío que se creó en su interior, cargado de dolor, de un dolor que se convirtió en el suyo también.
Y así, abandonada por los mismísimos dioses, la tierra se sumió en una época de oscuridad, de guerras, y destrucción. Las razas luchaban contra ellas y entre ellas, y esta misma competencia creó la necesidad de ser superior a las otras, de ser mejor.

Y así se descubrió la electricidad, la tecnología, y nuevas formas de destrucción que ahora harían enrojecer a los dioses de ira y envidia.

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